Cuenca, el atardecer de un acantilado

Atardecer en Cuenca

Si alguna vez hubo una ciudad que mereciera estar en la lista del Patrimonio Mundial, esa ciudad es Cuenca. De las once ciudades Patrimonio de la Humanidad que hay en España, Cuenca es para mí una de las más impresionantes. Merece la pena perderse de vez en cuando unos días por Cuenca y olvidarse del presente. La ubicación de la ciudad resulta ya un privilegio. La ciudad medieval se sitúa a mil metros de altura, allá casi en el cielo, enmarañada en la estrecha franja de los cañones de piedra caliza de los ríos Júcar y Huécar.

En Cuenca tener vértigo es un delito. La gente vive al borde mismo de los barrancos desde hace generaciones. Estos rascacielos de piedra, algunos de ellos de más de doce plantas, son las famosas Casas Colgantes, que se aferran como nidos de golondrinas a los labios de la Hoz del Huécar. Sus balcones desafían a la gravedad cada día.

A veces, adentrándonos en el laberinto de callejuelas medievales, torciendo y girando esquinas, nos encontraremos con las paredes de roca viva sobre las que se asienta la ciudad. Entonces, justo cuando empezamos a pensar que nos hemos perdido, emerge a través de sus arcos el edificio del Ayuntamiento, del siglo XVIII, en la Plaza Mayor, así como la catedral gótica más temprana de España.

Las mejores vistas de la ciudad y de sus casas colgantes son las que tenemos desde el patio del Convento de San Pablo, que data del siglo XVI, en el lado opuesto al barranco. El convento es ahora un parador, con sus claustros sombríos y sus cenas suntuosas al amparo del antiguo refectorio.

El Puente de San Pablo abarca la garganta desde su mole de hierro. En las tardes de primavera, después de que el sol y las nubes se hayan despedido de Cuenca, las luces de la ciudad iluminan los acantilados de piedra caliza. Es hora de detenernos un momento y escuchar el canto de los ruiseñores que emerge de algún rincón del horizonte conquense.

Fueron cómo no los musulmanes quienes descubrieron dormida la ciudad de Cuenca. Llegaron en el siglo VIII, y no quisieron despertarla hasta 400 años más tarde. En ella dejaron un legado que ha llegado hasta nuestros días en forma de alajú, una torta dulce hecha con miel, nueces, frutos secos y la cáscara de una naranja rallada.

Cuenca es el testigo silencioso del paso del sol sobre la orilla del horizonte. La luz se apaga en los rincones de la ciudad, y el sonido de los acantilados nos transporta en un paseo de flashes de fotografías. Cuenca es una preciosa buganvilla en el corazón de cualquier turista. Ven a conocerla…

Foto Vía Flickr

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